ESTE PAÍS: Apuntes sobre la inmovilidad en los parques


Apuntes sobre la inmovilidad en los parques

A simple vista uno podría decir, con la mayoría de la gente de provecho (aun siendo conscientes de la ambigüedad de esta expresión), que es una pérdida de tiempo que un escritor no cuente una historia.

Imaginemos a una mujer en el parque, sentada en la banca enfrente a la de uno. Sería bueno apuntalar dicha imagen como el escenario idóneo para arrancar un relato (cosa que en algún momento podría ayudarnos a poner un título cualquiera; facilón, incluso).
Pero si uno se detuviera (así como el ojo de un espectador curioso haría), si uno se percatara del abordaje de su mirada, de su selectivo enfoque, sin duda notaría que es una mujer delgada, vigorosa y (en efecto) de pecho abundante; quizá exagerado por la curvatura de su chamarra. Para propósitos secuenciales habría que decidirse por un vestuario desde antes pero, siendo obvio para el que mira, esa prenda sería parte del conjunto de unos pantalones (unos pants que hacen justicia a las caderas de la joven) y unos tenis que a nadie le importa cómo son.
Pues hemos ya determinado que su edad es, a tientas, bastante rica en bendiciones. Veinte años, diría alguno desde sus veintitantos, aunque, ya inclinándose por opiniones más rudimentarias (por no decir más a la mano), se nos antoja de unos catorce años.

Visión de conjunto. Una muchacha menor de veinte años en pants (muy) ajustados y un rostro… No, unos ojos que miran con escrupulosa altivez. Definitivamente el escritor interrumpiría su aproximación contemplativa de la faz debido al hecho de creerse descubierto.
Y hasta aquí no ha pasado nada, no tendríamos razón para seguir hablando (pues el interés sería hasta este punto nulo) sobre la reacción del narrador, que bien podría ser abalanzar la mirada sobre los senos en busca de los brotes de una mañana fría. O, en un cambio poco creíble, el descubrimiento de que esta chica, tras comprobar que no hay más gente (no se podría omitir la inclusión de un elemento como este, a menos, claro, que se diera por entendido que en este mundo solo existen los dos), bajaría la cremallera del chaquetón que nos estamos haciendo en la imaginación, de tal raudo y serpenteante modo que, en un retoque posterior, calificaríamos como semejante al vértigo en la montaña rusa.

Pero ninguna de esas cosas estaría pasando. En todo caso, sería necesario internarnos en esa mirada o, mejor, en el recuerdo de la mirada que ya se habría posado en otra cosa y, a manera de un sociólogo, de un exégeta de la gesticulación, nos romperíamos la cabeza tratando de saber si su abuela murió, si espera a alguien, si les va a pegar con un cable o les gritará a los hijos y si se pondrá fofa después de quince años desde nuestra boda (para fines prácticos, asumiríamos que uno se mantendrá en la misma excelsa condición de manera permanente).
El escritor, forzado a comenzar la anécdota, tendría que decir cuál fue su reacción una vez que se le hubiera descubierto. Qué abuso de recursos escribir aquí, cuáles opciones hay en ese caso. Más bien, en un ejercicio de escepticismo, conviene preguntarse si realmente ella lo estaba mirando (al sujeto narrado) o si esta idea surgió de una descripción cuyas precisiones y puntos de vista se considerarían reprobables. Vamos, sentirse culpable.

No cabe duda de que uno no se estaría tomando en serio todo esto si no se detuviese para reflexionar sobre las cualidades de la narración misma y, hasta cierto punto, de la no narración que tiene lugar (ya clandestinamente, ya comprobable mediante la hechura) dentro de la cabeza del escritor-personaje que hemos ideado. Así, dejando a un lado a la mujer y prescindiendo del sospechoso decorado del parque, uno sería, irremediablemente, presa del pavor. ¿Hay (en este punto geográfico de lo que se toma como real) una banca propia, un punto del que se pueda partir para decir que se puede tener la seguridad, la posición y la arrogancia necesaria que significaría ponerse tan campechanamente a decir qué cosa tiene uno delante? ¿Cómo habría punto de vista si nuestro ser se pusiera en entredicho?

Ya no sería tan verosímil la idea de una columna de carne debajo de nuestra cabeza, sosteniéndonos, y menos la de dos bulbos brotando y alargándose hasta astillar sus extremos de forma arbórea en lo que, ya viendo de cerca, sería un número adecuado de manos, conformando nuestro cuerpo sosteniéndose de dos puntales semiparalelos. Ya no habría sustento alguno para aseverar que uno se mueve o que se está donde se dice estar o que se tienen ojos. Habría que limitarse, en nombre de la acción narrativa, de la certeza y de una anécdota estimulante, a afirmar que ninguna mujer ha estado nunca en un parque, que los parques no existen y que ponerse a decir qué hay delante o detrás de la nada es un ejercicio insufriblemente inútil y, por demás, risible.

Ériq Sáñez, Apuntes sobre la inmovilidad en los parques, Revista Este País, 2014.




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