ESE PAR PERFECTO
Ese par perfecto
No
sentí el más mínimo rencor hacia
ella hasta que me mostró su cadáver.
Le compré un ramo de rosas azules cada semana durante veintiocho años.
Sin falta. En ocasiones tuve que teñirlas yo mismo: con las acuarelas de mi
hija, con los polvos para pintar la ropa y, en mi desesperación, hasta con la
grasa de mis zapatos azul marino del número 6. No entiendo cómo pude hacer eso
último. Pensándolo con detenimiento, de haberme descubierto cometiendo tal
improperio, tal acto inconciente, yo mismo, ahora, me hubiera matado sin
dudarlo. Idiota que era. Enamorado. A ella le gustaban y, hasta mediados de los
noventa, no era nada fácil conseguirlas si no andabas por el Chopo. Los hombres
tenemos que desfogarnos y qué mejor que una mujer de planta para eso.
Yo la conocí en un aparador, mientras colgaba
luces rojas en el techo. La recuerdo sobre la escalera plegable, en tacones.
Sorteando la fatalidad. Recuerdo sus delgados, exóticos y frágiles tacones de
dominadora que se pudieron haber roto con la más mínima imprudencia y, aún así,
ella tenía el sentido del equilibrio más preciso que pueda recordar. Nos
miramos. Ella estaba enamorada, no lo dudé un segundo. Yo quedé prendado de
esos tamaños... ojos, que tenía, de esos sexis zapatos azules, de su apariencia
salvaje. Tres meses después se mudó conmigo. Yo tenía un grave desorden. Nadie
había entrado en mi casa en años, así que me apresuré a sacudir los estantes,
las repisas, los anaqueles, las vitrinas, los mostradores. Quitar, guardar,
clasificar y almacenar; cada cosa en su caja específica. Dejar todo el piso
libre de las huellas de mi pasado.
–¿Porqué no dejas de verme así, como pervertido? –Todavía
me recriminaba a los veintitantos años de casados. Ya no era la misma. Había
dejado de vestirse provocativa para mí. Y cada día me iba degradando más, cada
vez trataba de cogérmela en lugares y momentos más extraordinarios e
inapropiados. Todo con tal de que no tuviera oportunidad ni de quitarse bien la
ropa. Para ese entonces yo había subido como un millón de kilos y no podía
sentirme cómodo, ya no entraba ni en mis pantalones ni en mis propios zapatos.
¿Quién era sino, en efecto, una
versión pervertida de mí mismo?
–Estoy harta de tu estúpida costumbre de ir por mí al
trabajo para que caminemos hasta acá. Los pies me están matando –me gritaba
cuando ya no aguantaba mi presencia. Un día se sentó en una banca del parque y
se quitó los zapatos frente a todo el mundo, como una cualquiera. Yo la amaba,
por eso aguantaba todos sus desplantes y sus reproches.
Únicamente me confortaba poder estar solo en
las noches un rato escribiendo cartas de amor, cartas obscenas con las que me
masturbaba cuando ella dormía. ¿De qué otra forma se puede uno complacer cuando
no se atreve ni a tocar lo que tanto desea por miedo a perturbar su virginal
perfección? Yo amaba su recuerdo y ella ya no me servía ni de consuelo. Estaba
hecho otra persona. Había mandado todas mis pertenencias de soltero a un
almacén: mis cajas con tesoros, mis recuerdos, mis fantasías, en fin, mi
verdadera felicidad.
Me sentía culpable por no poder acabar con esa
situación pero un día, específicamente en nuestro aniversario, todo cambió.
Pereció mi amor.
Hacía ya varios años que, debido a mi ansiedad,
había comenzado a trotar todas las mañanas con unos tenis que tenían lucecitas
en los talones y un pants naranja fluorescente; olvidándome ya de cualquier
interacción posible con mi esposa que, sin embargo, todavía me cautivaba por
aquella incomprendida pasión mía. Por ese recuerdo que estaba celosamente
contenido en la casa. La seguía amando a pesar de que ahora ella había
engordado y yo, tras tanto pasearme por el parque, había recuperado mi antiguo
peso y no pensaba "colgar los tenis" todavía.
–¿Porqué me sigues dando flores azules?, ¿no ves que
ya estamos viejos? Hace cuánto no me pinto el pelo así, ¿quince años? Ya ni
siquiera me atrevo a sacar mi ropa de cuero, mis botas de plataforma. No me he
hecho un tatuaje desde el 87. Parece que te burlas de mí.
–Por supuesto que no, mi vida, yo te sigo viendo como
aquel primer día en la sex shop. Yo te amo y por eso me he esforzado en
seguir con la costumbre...
–La costumbre... Pinche costumbre. Es lo que nos tiene
tan jodidos.
La consolé, ella me dijo que me extrañaba, que
todo había cambiado, que yo ya no dormía por estar trabajando en mis pedidos
hasta la madrugada viendo los catálogos de la compañía de zapatos y bolsos de
cuero. Tenía algo de razón, y, como la amaba, esa noche cogimos calladamente.
Ella se vino; yo no quise serle infiel a mi recuerdo y terminé jalándomela en
el baño. Luego lloró mientras me quedaba dormido. En ese momento me pareció que
me correspondía, que ya no era tan egoísta y que, sin que yo se lo tuviera que
contar, entendía la crisis por la que estaba pasando.
El día de nuestro aniversario salimos a cenar.
Cuando creí que íbamos para la casa, detuvo el auto –le compré uno cuando se le
hincharon los pies y ya no podía regresar a la casa sin tomar un taxi–, me
dijo:
–Te tengo una sorpresa, mi vidita. Pensé en lo mucho
que me ayudaste a sentirme mejor la otra noche, en toda la pasión de nuestra
juventud y, después de platicar con nuestra hija, me recomendó el Club Techno.
Siempre tuve la sensación de que debimos salir a bailar de jóvenes –Mientras yo
trataba de dominar mi sonrisa de imbécil. No era la música, era bailar. ¡Cómo
íbamos a bailar si le compré un pinche carro para que no caminara! Confieso que
me pareció tierno de su parte; tierno pero irritante, pero lo que me hizo abrir
los ojos después de todos esos años fue lo que vino después.
–Mira, encontré un par de zapatos de cuando éramos
novios, no sé si los recuerdas –¡sacó los zapatos de tacón de su caja! ¿Qué
monstruo inhumano podía haber hecho semejante cosa? Si ya no los quería, si ya
no eran su estilo, ¿porqué sacarlos de su reclusión ahora? Todavía no entiendo
cómo pudo hacerlo. ¡Es que no sabía
con cuánta diligencia me había conformado con pensar en ellos!;
recordando su olor a cuero premium marfil opaco, su tersura como la felpa del
durazno o del pezón frotándose contra mis mejillas, las agujas altísimas y
negras, esos tacones que me enamoraron desde el primer día, ¡y su firmeza
incomparable!, sus dolorosas puntas de 10.2 cm. que me hacían estremecer al
imaginarme debajo de ellas cada noche. Cuando me la cogía, en la calle o en la
oficina, era para que no se quitara los zapatos y pudiera fantasear con ese par perfecto de zapatillas color
azul número 6: el color de la tinta que olía al masturbarme con las muestras
del cuero y la tela con los que estaban hechos. ¿No se daba cuenta de todo el
trabajo que me costó aguantar la tentación de levantarme a escondidas en la
madrugada para frotar sus puntas afiladas sobre mi cuerpo y lamer sus íntimas
lengüetas hasta penetrar a fondo sus contornos enervantes? Todo mi cuidado
había sido en vano. Pero al verlos, al tenerlos cerca, me llegó su aroma. Yo
bufaba tratando de imitar un
estornudo. Y es que no pude evitar venirme en los pantalones. Tan fijo en mi
memoria estaba el aroma de esos zapatos... Se los puso, a duras penas le
quedaron. Y bailó breake dance con ellos. Mi amor se murió. Cuando
pusieron esa canción nueva, la de la fiesta de espuma, nos empapamos de pies a
cabeza sin que yo pudiera evitarlo. Lloré amargamente por mis zapatillas en
medio de la discoteca pero mi esposa creyó que tenía jabón en los ojos.
Esa misma noche me dispuse a tirar todas las carpetas
con cartas que había escrito. Las dejé en el patio, sobre el bote de basura. Ya
nada me importaba. Trataba de dormir. Mi mujer, todavía desvistiéndose, me dijo
con su lengua de serpiente:
–Lástima de zapatos. Ya se abrieron, se ensuciaron y
se le aflojó el tacón al izquierdo. Los voy a tirar. Después de todo, nosotros
somos los que sí seguimos siendo jóvenes. Estoy contenta, mi vida, estoy
contentísima.
Lo que sucedió después sigue siendo nebuloso.
Ella salió al patio y volvió mientras yo perdía la razón. Estaba tan
atormentado, tan fuera de mí. Evidentemente ella había leído mis cartas al
verlas en la basura porque, como una bestia, rompió cosas, removió mis muestras
de cuero, estrelló mis frascos de pintura contra las paredes. Yo lo escuché
todo. Salió de nuevo y, cuando iba a asomarme por la ventana para ver qué tanto
hacía afuera, oí la puerta de la entrada estrellarse. Hizo retumbar las escaleras con sus pasos. Iba descalza, se
oía. De un portazo en la recámara, se abalanzó sobre mí, llevándome a la
locura. Aún puedo ver su cadáver
constreñido por un lazo de cuero. Es todo lo que me importa recordar ahora: el
cadáver de ese par de zapatillas contoneándose sobre los cables de luz como
recordatorio de la estupidez del amor.
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