COMO UNA LLUVIA QUE NO CESA, PIEDRAS
É.S. 2019
Como una lluvia que no cesa, piedras
Casi anochecía y aún no llegaba a casa. Su vecino, Manuel, seguía sin
amarrar sus cinco perros.
Cuando era niña, Luisa había sido atacada. De no ser por
don Emilio, su padre, que se dio cuenta a tiempo, hubiera sido peor. Luisa ya
no recordaba el hecho pero cada vez que escuchaba los ladridos, sentía un
ligero adormecimiento en la enorme cicatriz del cuello, que siempre cubría con
un chal cuando hacía frío o un
paliacate que le combinaba con el uniforme de la secundaria diurna. Aquella
sensación era como si un ciempiés rozara su cuello con sus diminutas patas,
escalando y aferrándose a sus prominentes y repletas venas, para llegar a su
oreja y anidar allí, no sin antes sacudir con sus antenas los finísimos vellos
que nacían de su piel. Luisa se zarandeó y se sobó frenéticamente el cuello,
apartando el paliacate que la sofocaba intensamente. "Voy a agarrar
piedras otra vez, para asustarlos. Se está poniendo oscuro y no se ve nada, ni el
barranco ni los hoyos que se hacen cuando se deslava el cerro. Voy a ir viendo
el piso", pensó ella mientras tomaba las piedras y subía la enorme cuesta
que conducía a su calle. Su vecino
no se había aparecido en un par de días. Normalmente estaría viendo la tele en
su cabaña a un costado del camino, listo para fijarse si alguien pasaba en esa
calle sola. Luisa vería con molestia la reja de sus perros abierta como de
costumbre pero esa imagen no se había presentado la tarde anterior ni esa
mañana, al salir para la escuela. En ese momento, un chorrito de agua comenzó a
bajar a un lado del camino. Había empezado a llover en lo alto y, un poco antes
de que la lluvia comenzara en las faldas, uno podía ver ya los riachuelos
bajando por entre las piedras. Luisa miró hacia la cima: no se veía nada más
que el cielo ennegrecido y muchos árboles despuntados. Pensó en sus libros de
la escuela y acomodó su mochila al frente para protegerlos mientras subía la
cuesta de terracería. Pensó un
segundo en su papá y que él le enseñaba ciencias naturales. Pensó en su madre y
que, antes de morir, le ayudó a ser la mejor en matemáticas. Cuando miró de
nuevo abajo, el riachuelo, serpenteante, pasó debajo de sus piernas por una
raíz muy prominente y doblaba de nuevo a la orilla. Era totalmente rojo; apenas
tenía unos centímetros de ancho. Se le quedó viendo mientras continuaba
fluyendo cuesta abajo, hasta que se engrosó al doble y se volvió cristalino y
luego algo lodoso. Lodo. Luisa frotaba las piedritas en sus manos mientras una
gota de lluvia rozaba la parte baja de su mejilla y caía fría hasta ser
absorbida por la tela, entre sus senos emergentes.
-Hoy sí les sirvió de comer, nunca había escurrido sangre. ¡Puta...Qué
olor a carne pasada!
Al caminar al lado de la casa de Manuel, Luisa se dio
cuenta de que la luz estaba apagada. Manuel no aparecía. La reja, en esta
ocasión, no estaba abierta, estaba violada. La malla de alambres parecía haber
sido jalada hacia adentro. Luisa tragó saliva. Las lámparas de la calle no se
habían prendido aún. Camino rápido
pero en sigilo. Le faltaba una calle más cuesta arriba.
Comenzó a caer primero como llovizna que empapa; luego, de manera
estrepitosa e incesante; gotas grandes y dolorosas. Luisa comenzó a correr tan
rápido como pudo, hasta llegar al lugar donde el camino era cortado a la mitad
por un agujero de medio metro de ancho. Saltó para no tener que rodearlo por la
maleza pero resbaló al llegar al otro lado del camino. La lluvia era más densa.
Estaba incorporándose y se sacudía el lodo con impotencia al tiempo que los
perros, viéndola con un ladrido entre los ojos, se congregaban a unos metros.
Todo el cuerpo de Luisa se tensó. Quedó paralizada de miedo ya que no los vio
venir. Los perros la habían acorralado. De sus fauces salían enormes chorros de
saliva que la lluvia acrecentaba, se podían ver los colmillos amarillentos y
llagados incrustados en esas temblorosas masas de carne que expelían un visible
vapor mientras gruñían. Las agujas de agua contenían el sucio aliento que
acosaba a Luisa. Les quiso gritar pero el miedo la hizo correr de sus
perseguidores tan rápido como nunca antes lo había hecho porque sabía que no
había nadie que oyera sus gritos. Las piedras fueron gotas de lluvia en el
camino desprendidas de sus manos.
Finalmente, llegó a su casa. Uno
de los perros la jaló de la falda y casi la hizo caer. Ella no dejaba de llorar
y suplicar con las palabras que usaba cuando tenía cuatro años y horripilantes
pesadillas la visitaban bajo las sábanas. Cuando mojaba las sábanas. Cuando la
atacaron por primera vez.
-Por favor, ya déjame... ¡Ya, ya suéltame! Vete, te odio, maldito
animal...
Querían prender sus piernas pero se zafó. Logró entrar. En su casa
estaría a salvo.
La tormenta era tan fuerte que se desgajaba el cerro, azotando los
techos de lámina y haciendo caer varios árboles sobre las casas. Luisa vio con
terror, desde la ventana de su cuarto en la azotea, como el agua se lo llevaba
todo, incluyendo la casa de cartón de su vecina Marta, cuesta abajo. A pesar de
la espesura de ese bosque atormentado, pudo ver a uno de los niños de Marta
mientras era arrastrado hacía abajo, gritando y atragantándose, llorando y
suplicándole a su madre en los tonos más agudos que lo salvara, confundiendo su
figura con el suelo y las plantas llenas de fango, hasta ser despedazado por las rocas y las ramas que lo
sepultaron vivo. Luisa se había tapado los oídos para no escucharlo chillar
pues hubo un momento en el cual sus súplicas se convirtieron en gemidos de
terror guturales y primitivos; el sonido que emitía era agudo pero, a intervalos,
podía escucharse el lodo penetrando su garganta y el bebé, sin dejar de expeler
escalofriantes ruidos de espasmódico dolor, ahora más graves, hacía gárgaras
con él. Era como escuchar una tubería atascada mientras las piedras terminaban
de congestionarla. Cuando finalmente una roca le partió el cráneo, Luisa no
pudo evitar escuchar un chirrido como el de los puercos al ser castrados. De no
ser por que terminó su trayecto atorado en el ramaje, no lo hubiera reconocido
de entre los borregos recién trasquilados de Marta que habían sido arrastrados
también por la corriente y que seguían siendo jalados cuesta abajo por las
calles hechas ríos, ya muertos y descoyunturados. Mar de cuerpos masacrados. A la
señora Marta y a su otro hijo nunca los vio. Más desaparecidos.
Eventualmente, la intensidad de
la lluvia descendió y el lodazal se asentó. Luisa salió a mirar los daños y se espantó al ver a
una persona. Se encontró con un
hombre delgado, sucio y mojado. En cuclillas, tratando de recuperar el aliento justo
frente a su puerta. Pensó que era Manuel pero en la oscuridad distinguió que
era un anciano. Ambos se miraron. Un rayo los hizo voltear hacia el cielo.
Volvieron a mirarse.
-¿Qué, no te acuerdas de mi? -Le dijo el viejo, mientras la miraba de
abajo a arriba con un gesto de confianza.
-Yo no lo conozco. Ahorita no traigo –el viejo estaba incorporándose, tambaleó
y se sujetó de ella.
-¡Ya! -Le dijo, mientras pasó su tiesa y huesuda mano con áspera
delicadeza por el muslo de Luisa, casi hasta llegar a la entrepierna- Bien que
te acuerdas.
Ella le dio un empujón y retrocedió.
Antes de encerrarse el hombre le dijo una última cosa:
-¿Ah, chingá. ¿Así recibes a tu abuelo, pendejita?
No hacía falta decir palabra. El
tacto. El tacto de sus viejas y repulsivas manos tocándola. La lengua que se
iba quedando sin saliva al recorrer su cuello para susurrar palabras sucias
cual gusanos en el fango. Su padre lo molió a golpes, lo creyó prófugo por
siempre. Luisa miró su celular con la derrota de saber que se había jodido con
la lluvia. Él estaba afuera ocultándose entre los paseos turbios que había
dejado el aguacero. Se acercó a la ventana. Un puño rompió uno de los cristales
pequeños y la garra trató de alcanzarla. Luisa se apuró para poner seguro a
todo. Las ramas crecidas en las ventanas improvisadas no dejaban ver que el
agua estaba acumulándose y subiendo de nivel al frente de la casa.
La tormenta regresó con la misma
fuerza de antes; los relámpagos iluminaban toda la casa anochecida. Ahora
tocaban la puerta con furia. Luisa gritaba despavorida, fuera de sí. Las
ventanas cedieron y toda la casa se empezó a cubrir de agua. En la planta baja
ya no se oía la puerta más que por las rocas del deslave que la golpeaban.
Luisa no pudo más que pensar en subir y encerrarse en su cuarto mientras su
casa se inundaba. Entró y las paredes empezaron a agrietarse; el techo se
cuarteó y se le fueron encima algunas vigas sin llegar a golpearla. Cuando
pensaba que iba a morir, tocaron la puerta de su recámara con una fuerza
tremenda; escuchaba alaridos ininteligibles. Como si el hombre afuera estuviera
siendo cercenado vivo. Eran los perros.
Entonces, una tabla le cayó encima. Ladridos y un
sonido del torrente arrasando fue lo único que continuaba oyéndose bajo la
lluvia.
Tumbada al pie de la cama, volvió
en sí apenas unos minutos después. Su habitación aún estaba en pie mas el agua
le llegaba a los tobillos. Su cuarto propio parecía haber aguantado y en el
espejo se vio una cortada de cierta gravedad en un flujo que no iba a ceder,
manchando su frente y el lado izquierdo de su cara. Abrió la puerta con cautela, miró a su alrededor la casa casi
destruida y los cadáveres de los perros sepultados en fango, al pie de la
escalera. Entre ellos vio que yacía un bulto, el cuerpo del hombre estaba de
espaldas y sumergido en la inmundicia. Un bulto color mierda, indefinible. En ese momento soltó, no sin antes
retorcer su rostro con un gesto de alegría siniestra, una carcajada. Lloraba,
en realidad.
-Tú, perro...
Tomó un martillo de la caja de herramientas
bajo la escalera y comenzó a pulverizarle la cabeza mientras, de entre sus
dientes y sus labios partidos y sangrantes, emergía una risilla de tono
inocente, similar a la de una niña muy pequeña. No podía evitar sentir a través
del mango y la parte puntiaguda del martillo, como si lo hiciera con sus
propias manos, el cuero cabelludo que se raspaba, la piel que se abría y se
replegaba como la de una pierna de pollo, la resistencia del hueso y su
quebrantamiento y, para finalizar, el hundimiento de la herramienta en los aún
cálidos sesos del hombre cuyos pies daban brinquitos de vez en cuando. Luego
cesó de moverse en su totalidad. Luisa no podía dejar de mirar, de oler, de
sentir la blandura que ese miserable guardaba en su interior, después de todo.
Quiso voltear el cuerpo para decir
algo que no alcanzaba a verbalizar en su mente pero, cuando lo hizo, Luisa
palideció y quedó inmóvil al descubrir la cara de don Emilio, que había
regresado y le había suplicado que abriera la puerta de su cuarto antes de ser
presa de los perros. Los ojos de
ella en su negrura azulada; los de su padre, con los vasos rotos en uno. Con un
río desbordado en mil vertientes. Su otro ojo, un lienzo de agua sucia. Ambos
mirando sin mirar. Mientras Luisa lo
observaba inmóvil y con la cara amarilla, una mano se posó sobre su hombro; una
mano sucia y llena de arrugas que trepó cual un insecto hasta la cicatrices de
su cuello. Después de eso dejó de
llover.
RULO Sáñez, también conocido como Ériq
Sáñez (Ciudad de México, 1986) Narrador y poeta.
Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2014. Premio Nacional Punto de
Partida 2010. Es egresado de la Escuela de escritores de la Sociedad General de
Escritores de México (SOGEM) y estudió la carrera de Letras hispánicas en la
UNAM. Textos suyos han aparecido en diarios y revistas de circulación nacional
como El Universal, Letras Libres, Revista Este País y Círculo de Poesía,
así como publicaciones electrónicas de España, Estados Unidos y Argentina. Autor
de La Novela Zombi.
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